Desde hace dos semanas mi padre
ha estado internado en el hospital, el asunto es hepático y no parece ir
mejorando. De pronto todo es irreal y cansado. Hay mañanas en las que a través
de la ventana el amanecer es hermosamente suave, hay tonos pastel y claridad
impresionante en las líneas de los cerros.
El claustro es cansado, hay
quejidos todo el tiempo e historias de pasillos, familiares y caras largas. Hay
también historias de caras iluminadas, pero son en menor proporción. La tregua
nocturna baja el ritmo de la vida, se vuelve un coma, un espacio donde no se le
permite avanzar a nadie, ni a la recuperación, ni tampoco a la enfermedad.
Todo momento me asalta la duda,
de si será está la última vez que le veré sentado, o de si será la última
anécdota que escucha de viva voz.
Todo es una fuga, un miedo
constante, un quejido que se alarga más de lo necesario.